Cuando vivimos en paz resistimos el estrés inducido por nosotros mismos, pero esa paz crece con el estrés que produce Dios.

A nuestros dos hijos les encanta la historia. Pero detestan las excursiones. Una mañana de verano, cuando les aseguré que íbamos a ver una antigua ciudad estadounidense en pleno trabajo, estuvieron de acuerdo… con cautela.

Los artesanos daban vida a aquel lugar. El herrero hacía magia con hierro y fuego. El molinero nos enseñó cómo se obtiene harina cuando se combina una noria con un poco de trigo. Y el alfarero nos hizo olvidar cualquier mala impresión que hayamos podido tener de las excursiones. Su habilidad era casi hipnótica. Se sentó en su rueda a dar vueltas al eje con los pies rítmicamente. En una esquina cerca de él había pequeños bultos de barro que aparentemente no tenían valor alguno. Uno de esos bultos había captado toda la atención del alfarero. Con dedos que tenían mucha práctica, trabajaba el barro hacia arriba hasta darle una forma suave de florero.

La choza del alfarero era muy estrecha, demasiado pequeña para toda la gente que se había reunido allí a mirar en aquel caluroso día. A la larga, la multitud se fue. Pero nuestros hijos querían quedarse. Habían notado dos repisas con floreros ya acabados, una a cada lado del alfarero. Con inocencia infantil, uno de mis hijos trató de tocar los floreros.

«¡Cuidado! —exclamó el alfarero—. Por favor,no toquéis la cerámica que hay en esa repisa. La arruinaríais». Entonces nos sorprendió cuando dijo: «Podéis tocar la que está en la otra repisa». No hace falta decir que sentimos curiosidad en cuanto a por qué podíamos tocar algunos floreros y otros no.

Echando un vistazo a la repisa que no se podía tocar explicó: «Estas no han pasado por el fuego todavía». El alfarero nos dijo que hacer obras maestras era más que dar una forma hermosa a los bultos de barro. Si paraba ahí, la cerámica se estropeaba pronto. Sin el fuego, la obra del alfarero sigue siendo hermosa, pero demasiado frágil.

Los otros floreros se podían tocar porque se habían horneado dos veces a temperaturas de más de 1.000 grados centígrados. «El fuego hace que el barro se afirme y fortalezca —concluyó diciendo nuestro anfitrión—.El fuego hace que la belleza perdure». Mis pensamientos se fueron volando a las palabras de Pedro en su Primera Carta, versículos 6 y 7:

… en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza…

Tanto Pedro como el alfarero me estaban hablando de un fuego que aumenta el valor de algo precioso. Puesto que he pasado la mayor parte de mi vida adulta en un horno —una olla a presión, para ser exacto— yo sabía lo que era el fuego. Gran parte de ello se puede vincular con mi horario sobrecalentado y un estilo de vida con exceso de compromisos. Ese calor fue culpa mía.

Pero hay otro fuego que procede, no de mí, sino del Maestro Alfarero. Hay un fuego que quema y otro que embellece.

Un estrés producido por Dios

Desde el día en que descubrí el versículo «… busca la paz, y síguela» (Salmo 34:14), tenía la esperanza de que mi vida se calmara un poco. No se ha calmado, pero yo sí. Al eliminar algunas raíces de desasosiego practiqué una cirugía al estrés que proviene de mí. Al atacar los centros de desasosiego que hay en mi vida puedo manejar el estrés que me llega… ¡y todavía queda bastante! Es porque debe haber algo de estrés. Lo que me sigue presionando es el estrés celestial ideado especialmente para mí, el calor que prueba, fortalece y embellece con el tiempo.

La paz personal no consiste en eliminar el estrés. Si vivimos sin presión somos tan frágiles como el florero del alfarero antes de hornear. Dios ha estado dándome una nueva forma en su rueda muy hábilmente, haciendo de un «bulto» algo más valioso. Pero esa artesanía necesita un fuego que la fortalezca.

Cuando vivimos en paz resistimos el estrés inducido por nosotros mismos, pero esa paz crece con el estrés que produce Dios.

Al buscar la paz trato de eliminar el estrés que yo produzco y de controlar el que otros me producen. Lo que queda es el estrés que el mismo Dios, o bien causa, o bien permite. Cuando vivimos en paz resistimos el estrés inducido por nosotros mismos, pero esa paz crece con el estrés que produce Dios.

Si a un trozo de carbón se le quita la presión no hay diamante. Si se quita el irritante granito de arena del estómago de una ostra no hay perla. Si se protege a un manzano del dolor del cuchillo que lo poda hay poco fruto. La presión, la irritación y el dolor pueden ser instrumentos para cultivar a la gente también.

Lo que puede quebrantar, debilitar o matar es una presión equivocada. Ahí fue donde mi vida agitada creó una sobrecarga. Aun ahora que me he deshecho de gran parte de esa carga, mis días siguen muy apretados, llenos de exigencias, cambios y frustraciones. A pesar de que el peso es tan grande como siempre, no parece tan pesado. Puede que Dios envíe una carga. Pero nunca enviará una sobrecarga.

A medida que mi corazón ha seguido la palabra paz en toda la Biblia, he descubierto esta perspectiva sobre mis presiones:

Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos. [.…] Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados (Hebreos 12:7,11).

¡Ahí está! ¡Ese es el estrés que contribuye a nuestra paz! Aquí la disciplina se define como adiestramiento. Pero, si no estamos buscando la lección del instructor en el problema, solo vemos el dolor e ignoramos la paz. Cuando una persona que busca la paz entiende que la están adiestrando y no que está en problemas, se puede relajar incluso bajo fuego. Saber que la paz viene de ese dolor no hace que lo disfrute más, pero lo puede manejar con más calma.

Con toda franqueza, yo por poco pierdo mi paz personal en menos de un mes. Mi «prueba definitiva» con el estrés llegó al final del verano. Salí de mi momento decisivo con una nueva sensación de esperanza, sintiendo que finalmente había recobrado el control. Había hecho compromisos específicos con mi Señor, mi esposa, mis hijos y mi trabajo, compromisos basados en la descripción bíblica de una vida pacífica. Fue entonces cuando todo empezó a desmoronarse.

Esperaba que el otoño fuera una locura, como siempre, trabajando para aclimatar a tres niños en diferentes colegios, lidiando con otro inicio escolar lleno de energía en el ministerio para jóvenes, un horario muy ocupado de charlas y reuniones.

Entré al combate del otoño gozoso, con expectativas y confiado. Había aprendido a practicar la paz. No esperaba una avalancha encima de la locura. Pero esa avalancha empezó a finales de septiembre en un partido de fútbol de una escuela secundaria local. Un amigo me agarró por el brazo y me dijo abruptamente: «Creo que tu hijo se rompió un brazo». No tuve más que mirarlo para confirmar las malas noticias.

Nunca olvidaré la escena siguiente en la sala de emergencia. Puesto que ambos huesos se habían roto y torcido, el médico tuvo que hacer tanteos, empujar y estirar durante mucho tiempo. Mi hijo fue valiente, pero su dolor era casi insoportable. Por extraño que parezca, de una manera que solo un padre puede entender, mi dolor también era insoportable. Cuando finalmente llegamos a casa, mi esposa y yo estuvimos de acuerdo en que nos sentíamos totalmente agotados, como si a nosotros también se nos hubiera roto un brazo.

La lucha emocional duró mucho más que el dolor físico. Tal vez un brazo roto no ocupe un lugar muy alto en la escala del sufrimiento humano, pero es una carga pesada para un niño atleta de 12 años de edad. Todos sus sueños deportivos de otoño quedaron destrozados por ese brazo roto. La timidez natural de empezar la escuela secundaria se complicó con cuatro meses de tener un yeso en un brazo. Las temporadas preferidas de mi hijo, de octubre a Año Nuevo, se evaporaron mientras sus amigos iban a toda marcha y él no podía hacer lo mismo. Cuando el médico nos anunció que los huesos se estaban sanando torcidos, nos dimos cuenta de que la batalla podía durar años, no meses. Había temblores en mi nueva paz.

Ese brazo roto terminó siendo solo el comienzo de una andanada de nuevas tensiones. La noche que mi esposa y yo regresamos de Haití, a ella se le presentó un severo ataque gastrointestinal. Puesto que no se podía mover, tuvimos que llevarla de emergencia al hospital en ambulancia antes de poder siquiera deshacer las maletas. Su dolor era tan agudo que el médico de nuestra familia se quedó la mayor parte de la noche con nosotros. Era la segunda vez en dos semanas que yo había tenido que ir a la misma sala de emergencia y ver sufrir a alguien que amo.

A eso le siguió un peligroso ataque de flebitis que también le dio a mi esposa, obligándola a permanecer en cama cuando íbamos a toda velocidad para terminar un proyecto grande. Para cuando la hepatitis la obligó a acostarse durante seis meses, o bien teníamos que reír o llorar. Hicimos un poco de las dos cosas. Y, para completar la cosa, tuvimos que pasar una semana en el hospital con nuestra hija también. Los temblores estaban empezando a registrarse más altos en la escala de Richter.

Con las cosas en casa como estaban, al menos hubiera sido útil si la oficina hubiera permanecido estable. Pero no fue así. En esa misma época tuvimos una fuerte crisis económica que amenazaba con paralizarnos. Nuestra gente no se quejaba, pero no se le estaba pagando a tiempo. Al mismo tiempo surgieron algunos conflictos de personal que no se habían resuelto y que amenazaban con separarnos. Las largas reuniones que resultaron de todo ello produjeron nuevas tensiones por causa de una gran reorganización. Y, para colmo, el propietario de nuestro edificio nos informó de que había vendido nuestras oficinas: ¡teníamos que mudarnos!

En realidad, lo que Dios me estaba dando era exactamente una oportunidad de obtener la paz.

Para entonces, dentro de mí sentía un fuerte «terremoto». Justo cuando estaba tratando de simplificar mi vida se complicó aún más. Me puse de rodillas y dije: «Señor, si quieres que logre la paz personal, ¿por qué sucede todo esto? ¡No me estás dando ni una oportunidad!»

[Dios] Me estaba ayudando, guiándome a reorganizar mi vida con expectativas más razonables.

En realidad, lo que Dios me estaba dando era exactamente una oportunidad de obtener la paz. Todos esos trastornos me estaban obligando a reajustar mis prioridades, algunas de las cuales no habría percibido nunca si no hubiera sido así. Las dependencias enfermizas estaban desapareciendo, puesto que cada vez era más difícil «preguntarle a Ron». Sin querer estaba menos disponible a causa de los fuegos que tenía que apagar. Y me estaba acercando a Dios más que nunca. Como Él es nuestra máxima fuente de paz, empecé a probar lo que era «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento» (Filipenses 4:7).

Dios permitió que yo quedara atrapado en una avalancha de estrés amigable. Me estaba ayudando, guiándome a reorganizar mi vida con expectativas más razonables. Y las pruebas no me habían llevado la paz, sino que la habían confirmado. Dios estaba diciendo a través de aquel torbellino: «¡Mi paz es mayor de lo que pensaste!»

 

Extrato do libreto – «El valor el estres»  de la serie Tiempo de Buscar de Ministerios Nuestro Pan Diario.