La obediencia es una forma de mostrar que realmente conocemos al Señor.

 

3C. UNA RELACIÓN DE SUMISIÓN

Cualquier esposo que se conforme con ser solo “uno de los chicos”, a los ojos de su esposa no es un gran esposo. Tampoco es una gran esposa una mujer que se contente con ser solo “una de las chicas”. La intimidad de la relación matrimonial conlleva un gran sentido de compromiso mutuo que ejerce gran influencia en todas las demás actividades y responsabilidades de la pareja.

Por razones mucho más grandiosas, el Diseñador de la personalidad humana tampoco se satisface con ser solo “uno de los dioses” (Éxodo 20:1-6). El Señor, Proveedor y Libertador de Israel, el Dios que vino al mundo en la persona de Jesús, el Mesías, no aceptará un lugar en el estante junto con Ra, Krishna, Moon, Alá, la televisión, los automóviles ni ningún otro. El Señor siempre ha sido un Dios celoso, posesivo e imponente. No compartirá su honor con ningún otro más porque nadie más lo merece (Isaías 48:11).

Hemos de temer a Dios más que a nada y a nadie. A la mayoría de nosotros no nos gusta ni siquiera pensar en las cosas que nos atemorizan. Ya sea que nos estemos refiriendo a hablar en público, a grandes alturas, a espacios cerrados, a noches oscuras, a ruidos en la puerta o a chirridos en el ático, el solo pensar en esas cosas nos hace saltar de nerviosismo. Sin embargo, sin temor, la vida sería muy difícil. Hasta el mundo animal está dotado de una alarma y de un mecanismo de escape que proveen a la criatura de una cierta capacidad de lucha o huida necesaria para la supervivencia.

Una relación con Dios comienza con un temor que nos conducirá a la seguridad, la certeza, y el disfrute de su amor.

Sin embargo, no hay otro momento en que la emoción del temor sea más importante o más descuidada que cuando se trata de nuestro temor de Dios. A Dios le tememos conforme le conocemos. No obstante, es un temor que, cuando se comprende correctamente, nos acerca al Señor, en vez de alejarnos de Él. Es un temor que nos permite amarle, confiar en Él y disfrutarle.

Este temor podría ser descrito como el primer paso hacia una relación personal con Dios. Según Salomón: “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová” (Proverbios 1:7). En otras palabras, el temor y el conocimiento de Dios van de la mano.

Sabrás que sientes la clase correcta de temor de Dios cuando ese temor te acerque a Él en lugar de alejarte de Él.

Nada ni nadie merece ser temido más que el Señor. No hay que temer a la gente, ni a los gobiernos, ni a las enfermedades, ni a la muerte, ni siquiera a Satanás. Muchos de los que no conocen a Dios no pueden entender esto. Asumen que el Señor es el único ser en el universo que no tiene que ser temido porque es demasiado bueno y demasiado amante como para hacernos daño. El irónico resultado es que esas personas a menudo terminan perdiéndose ese mismo amor y viven llenas de temor: temor al fracaso, temor a la gente, temor a los desastres naturales y temor a los accidentes, las enfermedades, y la muerte (Deuteronomio 28:58-68).

Por otra parte, los que verdaderamente conocen al Señor le toman en serio. Saben que Dios espera que le escuchen cuando advierte acerca del fracaso moral y espiritual (Proverbios 8:13; 16:6). Él es el único que decide si algo o alguien podrá tocarnos o probarnos (Job 1); y, lo que es más importante, solo Él decide dónde pasaremos la eternidad (Mateo 10:28; Apocalipsis 2:10; 20:1-15) Una autoridad como esa merece nuestro respeto y temor.

Aunque reverenciamos a Dios y nos maravillamos de su gran poder, al mismo tiempo podemos tener una gran confianza (Proverbios 14:26). Al igual que David, podemos decir: “Busqué a Jehová, y él me oyó, y me libró de todos mis temores” (Salmo 34:4). Un poco más adelante, David añadió: “El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende. Gustad, y ved que es bueno Jehová; dichoso el hombre que confía en él. Temed a Jehová, vosotros sus santos, pues nada falta a los que le temen” (Salmo 34:7-9).

Esas palabras vienen de alguien que conocía a su Dios y que experimentó personalmente que el Dios que desea nuestra rendición, quiere que le temamos por nuestro propio bien (Jeremías 32:37-39).

Hemos de amar a Dios, confiar en Él y obedecerle más que a nadie. La obediencia, como el temor, es algo que tendemos a resistir. Sin embargo, el poder ver la importancia de dicha obediencia es solo cuestión de perspectiva. Por ejemplo, la mayoría de nosotros obedecemos con agrado las direcciones de un extraño cuando nos encontramos en un área desconocida.

Ni siquiera pensamos en eso como obediencia. Lo vemos más bien como que estamos aceptando ayuda. Esa es la forma en que podemos ver la obediencia al Señor. Es una manera de aceptar su ayuda y su amor, las cuales necesitamos desesperadamente. La obediencia es una forma de mostrar que realmente conocemos al Señor y que estamos creciendo en nuestro conocimiento de cuán bueno, amante y sabio es. El apóstol Juan escribió:

Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él. Pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él. El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo (1 Juan 2:3-6).

La obediencia es una forma de mostrar que realmente conocemos al Señor…  

El temor, la confianza y la obediencia involucradas en el conocimiento del Señor no nos dejan como éramos. Nos hacen mejores porque Cristo mora en nosotros.

Nos cambian hasta que esta relación nos posee y nos domina y estamos de corazón a corazón y de cara a cara con el Dios de toda bondad y luz.

 

3D. UNA RELACIÓN QUE SE PERCIBE MUTUAMENTE

Agotado por el camino, con dolor en las patas y amilanado por las piedras que le tiraban los niños y los irritables insultos de los perritos caseros mimados, el pastor alemán seguía al extraño guardando cierta distancia. Con la cabeza baja y mirando hacia los lados de vez en cuando, caminaba cuidadosamente y con dificultad, siguiendo las pisadas del hombre que le había tirado un pedazo de pan cerca de los botes de basura de un restaurante. Con frío, hambriento y anhelando un poco de atención, el perro observaba cada movimiento del extraño, esperando una señal más de reconocimiento, la más ligera indicación de amistad. Pero esta nunca llegó.

Hay personas que, cuando piensan en Dios, se sienten como este perro callejero. Anhelan la seguridad de que Dios les va a sonreír y va a acercarse a ellos. Pero asumen que es demasiado selectivo como para sentir algo por ellos. Algunos incluso lo ven como un espíritu inmutable y eterno que vive muy por encima de los vientos siempre cambiantes del dolor y la emoción que soplan en nuestras vidas.

Sin embargo, esa no es la verdad respecto al Dios de la Biblia. Las Escrituras nos aseguran que Dios está profundamente interesado en las personas más quebrantadas, agotadas por el camino y abatidas. A Dios no le conmueve nuestra fortaleza, sino solo nuestra debilidad. Aunque el carácter de Dios nunca cambia, sus afectos sí.

Conocer a Dios significa afectar a Dios. Aunque Dios nos conoció, nos amó y nos escogió junto con todo su pueblo en la eternidad pasada (Efesios 1:3-6), se relaciona con nosotros personalmente en el presente de una forma muy íntima. Dios se regocija con nosotros cuando estamos contentos, se entristece cuando estamos tristes, y se contrista cuando pecamos.

El Señor se ha hecho así de vulnerable para con nosotros. Ha expuesto su propio corazón a todas las cosas que le hacemos por falta de amor y por crueldad. La Biblia nos dice que Dios puede:

•    Agradarse (Hechos 11:5).

•    Contristarse y entristecerse (Génesis 6:6; Efesios 4:30-32).

•    Ser provocado y probado (Salmo 78:40-41).  Sentirse cargado y fatigado (Isaías 43:24).

•    Enojarse, agitarse y airarse (Ezequiel 16:42,43).

Específicamente, Efesios  4:30-32 dice:

Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.

La mayor evidencia de su decisión de hacerse vulnerable a nosotros se encuentra en los dolores y sufrimientos de Aquel que, con su propia mente y corazón, nos reveló al Padre. En el rostro de Jesucristo, hallamos el rostro de Dios. Fue Él quien sufrió por nosotros para llevarnos al Padre. ¡Tanto nos ama! Podría ser difícil para ti personalizar esa clase de amor cuando sabes que solo eres una persona en un mundo de aproximadamente 7.000 millones de habitantes. Pero debemos tener en cuenta de quién estamos hablando. Dios no tiene nuestras limitaciones. No está confinado a relaciones humanas que se tienen una a la vez. Más bien, Aquel que hizo el universo puede relacionarse íntimamente con tantos de nosotros al mismo tiempo como lo desee.

¿Cómo sabemos que Dios tiene esa clase de capacidad? Podríamos llegar a esa conclusión reflexionando en el tamaño y la complejidad del universo que Él creó.

O podríamos considerar las vastas cantidades de conocimiento e información que personas finitas como nosotros pueden acumular a través de Internet. O podríamos simplemente confiar en las palabras de Aquel que dijo:

¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos (Mateo 10:29-31).

Si no cae un pajarillo a tierra sin que Dios lo sepa, entonces, Aquel que cuenta los cabellos de nuestra cabeza también está contando las lágrimas, los momentos de temor y la profundidad de las aguas turbulentas que amenazan con hundirnos.

Si Dios nos conoce con esa clase de conocimiento, entonces nunca estamos tan solos como nos sentimos. Nunca estamos sin ayuda. Nunca estamos fuera del alcance del Padre. Aunque Él puede probar nuestra fe y nuestra paciencia no respondiendo de inmediato de la manera que deseamos, podemos estar tranquilos con una paz y una confianza que puede calmar la turbulencia que hay dentro de nosotros y producir cambios dramáticos.

Conocer a Dios es ser afectado por Él. Piensa un momento en las personas que han mejorado tu vida. Tal vez fue el maestro que te inspiró para que hicieses realidad tu sueño. Tal vez fue tu padre, tu madre o un abuelo cuyas palabras y abrazos te hicieron sentir profundamente amado. Quizás fue el vecino que te mostró con su ejemplo que cualquier trabajo que valga la pena hacer hay que hacerlo bien. Al mirar atrás, puedes ver que el haber conocido a estas personas cambió tu vida.

Desarrollar una relación personal con Dios significa aprender a amar lo que Él ama y a aborrecer lo que Él aborrece. 

Lo que es cierto respecto a estas personas será incluso más cierto de aquellos que llegan a conocer a Dios. Nadie puede conocerlo sin que Él le cambie. Cualquiera que vaya a la presencia de Dios será tocado y cambiado por Aquel que nos ama lo suficiente como para aceptarnos como somos, pero que nos ama demasiado como para dejarnos así. El apóstol Santiago describió esa clase de relación personal con Dios de la siguiente manera:

Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará (4:7-10).

Conocer a Dios de esta manera significa permitir que nuestros corazones sean quebrantados por las cosas que quebrantan su corazón. Significa encontrar gozo en las cosas que le dan gozo a Él, descubrir la fortaleza en su fortaleza, y recibir esperanza en la seguridad de que nada es demasiado difícil para Él. Significa nacer de nuevo en Aquel que nos ofrece perdón a cambio de nuestro arrepentimiento, consuelo a cambio de nuestra tristeza, y la promesa de un mundo venidero a cambio de nuestra disposición a no aferrarnos a este mundo actual.

Somos cambiados cuando descubrimos que conocer a Dios significa amarlo. Amarlo significa darle el primer lugar en nuestros corazones. Darle el primer lugar es cuidar de aquellos que Él cuida, amar lo que Él ama, aborrecer lo que Él aborrece, y unirse a Él en el negocio de la familia de redimir vidas quebrantadas.

Esa es la clase de relación sana a la que Dios nos llama. Pero esa madurez no sucede porque sí. A veces, una relación personal con Dios no es más que una tenue imagen de lo que se suponía que fuese. A veces, no crecemos tanto como Dios quiere que crezcamos.

 

Extrato do libreto – «El valor el estres»  de la serie Tiempo de Buscar de Ministerios Nuestro Pan Diario.