A finales del siglo iv, los seguidores de Cristo ya no entretenían a los ciudadanos romanos siendo comida para los leones. Sin embargo, los juegos de la muerte continuaron hasta que un hombre saltó de entre la multitud para intentar detener a dos gladiadores que estaban matándose.
Telémaco, un monje del desierto, había ido de vacaciones a Roma, y le resultó intolerable ver lo sangriento de ese entretenimiento popular. Según el historiador Teodoret, Telémaco clamó para que terminaran con esa violencia, pero la multitud lo apedreó. El emperador Honorio se enteró de ese acto valiente y ordenó que se pusiera fin a los juegos.
Algunos tal vez cuestionen a Telémaco: ¿no había otro modo de protestar contra ese deporte tan sangriento? Pablo se preguntó algo similar: «¿Y por qué nosotros peligramos a toda hora?» (1 Corintios 15:30). En 2 Corintios 11:22-33, enumeró algunas dificultades que enfrentó por amar a Cristo, muchas de las cuales podrían haber terminado con su vida. ¿Valía la pena todo eso?
Para Pablo, el asunto era claro: cambiar lo que pronto terminará por un honor que durará para siempre es una buena inversión. En la resurrección, lo vivido para Cristo y los demás es la semilla para una eternidad que nunca lamentaremos.