Después que una mujer de 71 años fue rescatada durante el trágico hundimiento de un barco, luchaba contra el sentimiento de culpa del sobreviviente. Desde su cama del hospital, decía que no podía entender por qué estaba bien que ella siguiera viviendo tras un accidente que se había llevado la vida de muchas personas más jóvenes. También lamentaba no saber el nombre del muchacho que la había sacado del agua cuando ella ya no tenía más esperanzas. Luego, agregó: «Quiero comprarle, al menos, una comida, tomarlo de la mano o abrazarlo».

El sentir de esta mujer para con los demás me recuerda al apóstol Pablo. Le importaban tanto sus conciudadanos y sus prójimos que deseaba poder desprenderse de su relación con Cristo a cambio de que ellos fueran rescatados: «tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos» (Romanos 9:2-3).

Pablo también expresó un profundo sentimiento de gratitud. Sabía que no entendía los caminos y los juicios de Dios (ver vv. 14-24); por lo tanto, mientras hacía todo lo posible para proclamar el evangelio a todos, hallaba paz y gozo en confiar en un Dios que ama a todo el mundo mucho más de lo que él podía hacerlo.