Una noche, un misionero joven habló en nuestra pequeña iglesia. El país donde él y su esposa servían atravesaba una gran agitación religiosa, y se lo consideraba demasiado peligroso para los niños. En uno de sus relatos, contó sobre un episodio desgarrador cuando su hija le pidió que no la dejara en un internado.
En ese entonces, yo acababa de recibir la bendición de ser padre de una niña, y la historia me turbó. ¿Cómo pueden padres amorosos dejar así sola a su hija?, me pregunté. Cuando la charla terminó, estaba tan nervioso que pasé por alto la invitación a ir a ver al misionero. Salí apurado de la iglesia, exclamando mientras me iba: «Cuánto me alegro de no ser como…».
En ese instante, el Espíritu Santo hizo que me detuviera. Ni siquiera pude terminar la frase. Allí estaba yo, repitiendo casi literalmente lo que el fariseo le dijo a Dios: «Gracias porque no soy como los otros hombres» (Lucas 18:11). ¡Qué disgustado estaba conmigo mismo! ¡Cuán decepcionado habrá estado el Señor! Desde aquella noche, le he pedido a Dios que me ayude a escuchar a los demás con humildad y control, mientras ellos derraman su corazón mediante una confesión, un sentimiento o un dolor.