Es la octava temporada de la serie de telerrealidad conocido como «El perdedor de más peso». Nuevamente, los participantes compiten por un premio en efectivo y se jactan de haber bajado más kilos.

El mayor atractivo del programa reside en las esperanzas y los esfuerzos personales de los participantes, con los que pueden identificarse los televidentes. Convertir a los perdedores en ganadores acarrea un doble mensaje que va mucho más allá de perder unos kilos de más.

La idea de que los perdedores tengan esperanza toca nuestras fibras más intimas. Es un tema que ayuda a explicar la popularidad del libro más publicado del mundo. De la manera mejor y más importante, la Biblia les ofrece el «derecho a jactarse» incluso a los peores perdedores.

Una nueva forma de vernos. El apóstol Pablo fue uno de los perdedores más insólitos de la Biblia.

Nació siendo integrante aristocrático de una familia judía distinguida (Filipenses 3:5). Estudió con el conocido rabino Gamaliel (Hechos 22:3) y se hizo famoso por ser un intachable defensor moral de su fe y de su nación (Filipenses 3:6).

En su época, Pablo habrá sido el centro de atención. Era erudito, patriota y un líder espiritual respetado por sus pares y temido por sus enemigos.

Sin embargo, vivió una experiencia que le cambió su forma de verse. Camino a Damasco, con el objetivo de perseguir a los seguidores de Jesús, tuvo un encuentro transformador con el Cristo resucitado.

Hasta ese momento, odiaba a los que creían que Jesús de Nazaret era el Mesías judío (Hechos 9:1-7). No obstante, después de conocer al Hijo de Dios viviente, se dio cuenta de lo mal que había estado y comenzó a pensar que era el «primero» de los pecadores (1 Timoteo 1:15).

Desde ese día, Pablo consideró como «pérdida» cualquier cosa que se le interpusiera para conocer y servir a Cristo como su Señor (Filipenses 3:7-8).  En los años subsiguientes, sufrió otras pérdidas que lo despojaron de las circunstancias que muchos de nosotros consideramos necesarias para sentirnos fuertes.

Nueva fuerza en la debilidad. Luego de ese transformador encuentro con Cristo (Hechos 9:1-7), el apóstol enfrentó una serie de pérdidas que probaron su fe además de su fuerza.

Hasta entonces, había sido perseguidor de los amigos y seguidores de Jesús. Ahora era el perseguido. Después de eso, soportó apedreos, palizas, azotes, arrestos y prisiones, sumados a la burla y el desprecio de la comunidad religiosa que antes lo respetaba (2 Corintios 11:23-30).

Las comodidades de la vida, el respeto social y la fuerza física que perdió a veces parecían más de lo que podría soportar. Al menos en una ocasión, no estuvo seguro de sobrevivir (2 Corintios 1:8).

Sin embargo, cuando los líderes eclesiásticos cuestionaron su sinceridad, sus actos valieron más que mil palabras. Cuando pusieron en tela de juicio sus motivaciones, les recordó que había sufrido más que ellos por amor a Cristo (2 Corintios 11:23).

Pero debía tener cuidado con esa comparación. No podría reflejar bien a Cristo si se enorgullecía de sus propios esfuerzos. Entonces, para evitar atribuirse el mérito de lo que había soportado, tuvo la precaución de repetir el descargo que había hecho en su primera carta, cuando escribió: «…  pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Corintios 15:10). Esta vez agregó: «Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad» (2 Corintios 11:30).

El apóstol había aprendido que si se jactaba de algo, sería de su debilidad; porque fue en medio de los problemas humanos sin solución y aun mediante sus propias plegarias sin respuesta que escuchó al Señor decir: «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Corintios 12:9).

Una nueva consecuencia de compadecerse en lugar de compararse. Cuando Pablo cambió el orgullo por la gracia, empezó a preocuparse por los demás. Esto era mucho mejor que sus credenciales académicas, sus reconocimientos comunitarios y el individualismo inquebrantable que había perdido.

A medida que la gracia de Dios obraba en su vida, crecía su amor por otros.

Con el deseo de ver una iglesia caracterizada por la compasión mutua y no por comparaciones orgullosas, escribió: «Porque ¿quién te distingue? ¿O qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? (1 Corintios 4:7).

Luego Pablo explicó que todo lo que recibimos nos fue dado para que podamos cuidarnos entre nosotros. Comparó la interdependencia que se produce con la manera en que los miembros de nuestro cuerpo se complementan (12:12-21). El cuidado mutuo, en lugar de las comparaciones, permite que nuestro organismo funcione: «Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito; ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros» (12:21). Dios da dones diferentes a cada miembro para que dependamos unos de otros (12:22-25).

Esto puede significar que, para Dios, quienes parecen tener mayor influencia en la vida podrían depender de las plegarias de los que parecen menos influyentes.

En la gracia que produce compasión y preocupación mutuas no hay lugar para el derecho a jactarse que nace de las comparaciones orgullosas (2 Corintios 10:12). En cambio, la gracia nos enseña a decir: «Mas el que se gloría, gloríese en el Señor» (2 Corintios 10:17).

Como nos recuerda Pablo, esta es la gracia que descubrimos sólo si contamos como pérdida todo lo que nos tiente a confiar en nosotros mismos y no en Cristo; en lo que Él hizo por nosotros y en lo que, en Su gracia, desea hacer en nuestra vida y a través de nosotros hoy.

Padre celestial, ayúdanos a descubrir en las pérdidas del pasado y en las debilidades de hoy nuevas oportunidades para no jactarnos de nosotros mismos, sino de ti, de tu gracia y de tu bondad.

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Mart De Haan es el Presidente de Ministerios RBC