El vecindario estaba alborotado: un famoso deportista profesional se mudó cerca de donde vivíamos. Lo habíamos visto en televisión y leído sobre sus grandes habilidades deportivas, pero nunca imaginamos que decidiría vivir en nuestro barrio. Al principio, pensamos que le daríamos la bienvenida y que todos seríamos buenos amigos, pero él estaba demasiado ocupado como para que lo conociéramos personalmente.
Imagina esto: Jesús, el Señor del universo y el Creador de todas las cosas, ¡decidió habitar entre nosotros! Dejó el cielo y vino a la Tierra, y, como afirma Juan: «vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre» (Juan 1:14). Jesucristo escogió vincularse íntimamente con todos los que se acercan a Él. Y lo más significativo es que el Espíritu Santo ha establecido su morada en el corazón de los que hemos aceptado su amor redentor, para consolarnos, aconsejarnos, convencernos de pecado, guiarnos y enseñarnos.
Cuando pienses en el Bebé del pesebre, recuerda cuán especial es que no solo se haya mudado a nuestro «vecindario», sino que lo haya hecho para bendecirnos con el privilegio de morar en nuestro interior.