Cuando nuestros hijos vivían en casa, una de las tradiciones más significativas en la mañana de Navidad era muy simple: nos reuníamos alrededor del árbol de Navidad, y allí, frente a los regalos que recibíamos unos de otros, leíamos juntos la historia del nacimiento de Cristo. Era un agradable recordatorio de que no nos hacíamos regalos porque los magos le llevaron presentes al niñito Jesús, sino que lo que nos dábamos unos a otros con afecto reflejaba el máximo Don de amor de Dios hacia nosotros.
Mientras repasábamos la conocida historia de los ángeles, los pastores y la escena del pesebre, nuestra esperanza era que la grandeza de lo que el Señor había hecho aquella primera Navidad eclipsara nuestros mejores intentos de demostrarnos amor los unos a los otros.
Nada puede compararse con el regalo que Dios nos ha dado en su Hijo; una realidad que hace eco de las palabras de Pablo a la iglesia de Corinto: «¡Gracias a Dios por su don inefable!» (2 Corintios 9:15).
Sin duda, la buena voluntad del Padre de enviar a su Hijo para que nos rescatara es un presente que las palabras no pueden expresar en toda su plenitud. Este es el regalo que celebramos en Navidad, ya que la Persona de Cristo es más importante que cualquier otra cosa.