El ajedrez es un antiguo juego de estrategia. Cada participante empieza con 16 piezas en el tablero, con el objetivo de acorralar al rey de su oponente. Con los años, ha adoptado diferentes formas. Una de ellas es el ajedrez humano, presentado alrededor del 735 d.C. por Carlos Martel, duque de Austrasia, quien lo jugaba sobre un tablero gigante y usaba personas como si fueran las piezas. Esas personas estaban disfrazadas como las correspondientes piezas del tablero y se movían siguiendo los antojos de los jugadores, que los manipulaban para lograr sus propósitos.
¿Es posible que, a veces, juguemos a esta versión del juego de ajedrez? Con mucha facilidad, nuestras metas pueden instigarnos a usar a las demás personas como simples peones para alcanzarlas. No obstante, las Escrituras nos llaman a adoptar una perspectiva diferente de aquellos que nos rodean. Debemos ver a cada ser humano como alguien creado a la imagen de Dios (Génesis 1:26). Cada persona es objeto del amor divino (Juan 3:16) y merecedora del nuestro también.
El apóstol Juan escribió: «Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios» (1 Juan 4:7). Puesto que Dios nos amó primero, nosotros debemos responder amándolo a Él y a las demás personas, las cuales Él creó a su imagen.