Cuando Max Lucado participó en un triatlón de media distancia, experimentó el poder negativo de la queja. Contó: «Después de nadar casi 2,5 kilómetros y de andar en bicicleta otros 90, no me quedaba mucha energía para correr los casi 21 kilómetros que faltaban. Lo mismo le sucedía al que corría a mi lado, que se quejaba: “Estoy harto. Esta carrera es la decisión más estúpida que tomé”. Entonces, dije: “Adiós”». Max sabía que, si lo escuchaba mucho tiempo, empezaría a estar de acuerdo con él. Por eso, dijo adiós y siguió corriendo.
Tras escuchar quejas durante mucho tiempo, varios israelitas empezaron a estar de acuerdo con ellas. Esto desagradó a Dios, y por una buena razón: Él los había libertado de la esclavitud y aceptado vivir con ellos, pero seguían quejándose. Más allá de las dificultades del desierto, estaban insatisfechos con el maná que el Señor les había provisto. Su queja les había hecho olvidar que aquella comida era un regalo de Dios (Números 11:6). Como las quejas pueden envenenar de ingratitud el corazón, y ser contagiosas, el Señor tuvo que juzgarlos.
La forma segura de decirle «adiós» a las quejas y la ingratitud es recordar cada día la fidelidad y la bondad de Dios para con nosotros.