Recuerdo que, cuando era niño, jugaba a pescar manzanas con la boca; un juego que exigía que tuviera las manos atadas sobre la espalda. Tratar de atrapar con los dientes una manzana que flotaba, sin usar las manos, era frustrante. Me hizo pensar en la importancia de las manos: las usamos para comer, saludar y hacer casi todo lo vital para nuestra existencia.
Cuando leo el Salmo 46:10, me resulta interesante que el Señor diga: «Estad quietos, y conoced que yo soy Dios…». La palabra hebrea traducida «quietos» significa «dejar de esforzarse», o, literalmente, «poner las manos al costado del cuerpo». Al principio, parece ser un consejo bastante peligroso, ya que lo primero que tendemos a hacer frente a los problemas es poner manos a la obra y controlar la situación, para beneficiarnos. En esencia, lo que Dios indica es: «¡Quita las manos! Deja que yo me ocupe del problema y confía en que el resultado está en mis manos».
No obstante, saber cuándo quitar nuestras manos y dejar que el Señor obre puede hacernos sentir vulnerables… a menos que estemos convencidos de que Él es «nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones» (v. 1), y de que «el Señor de los ejércitos está con nosotros; nuestro refugio es el Dios de Jacob» (v. 7). En medio de los problemas, podemos descansar en el cuidado divino.