Hasta hoy, puedo oír a mi madre diciéndome que fuera a ordenar mi cuarto. Obedientemente, iba y empezaba a hacerlo, pero enseguida me distraía leyendo el libro de historietas que, supuestamente, debía guardar. Poco después, la distracción terminaba cuando ella me advertía que, en cinco minutos, iría a revisarlo. Como no podía acomodar todo en tan poco tiempo, escondía en el armario lo que no sabía dónde poner, hacía la cama y esperaba que ella entrara… deseando que no revisara el armario.
Esto me recuerda lo que muchos hacemos con nuestra vida. Ordenamos lo de afuera, esperando que nadie mire dentro del «armario» donde hemos escondido nuestros pecados con excusas y culpando a los demás.
El problema es que, aunque exteriormente luzcamos bien, somos bien conscientes del lío que tenemos adentro. El salmista nos alienta a someternos a la inspección purificadora de Dios: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Salmo 139:23-24). Invitemos al Señor a inspeccionar y purificar cada rincón de nuestra vida.