A nuestro automóvil lo llamo «Sin gracia». Los domingos por la mañana son los peores. Lo cargo con todas las cosas que necesito para la iglesia, me ubico en el asiento, cierro la puerta y mi esposo empieza a sacarlo del garaje. Cuando todavía estoy acomodándome, la alarma del cinturón de seguridad empieza a sonar. «Por favor —le digo—, solo necesito un minuto». Al parecer, la respuesta es «no», ya que sigue sonando hasta que lo abrocho.
Esta molestia insignificante es un buen recordatorio de cómo sería la vida si realmente no hubiera gracia. Cada uno sería llamado de inmediato a dar cuenta de toda indiscreción. No habría tiempo para arrepentirse ni cambiar de conducta. No existiría el perdón, ni la misericordia ni la esperanza.
A veces, vivir en este mundo se asemeja a caer en un pozo sin gracia. Cuando las faltas menores se agrandan para convertirse en indiscreciones enormes o la gente se niega a pasar por alto los errores y las ofensas de los demás, terminamos agobiados por culpas que nunca se supuso que acarreáramos. Dios, en su gracia, envió a Jesús a llevar nuestras cargas. Los que reciben el don de la gracia divina tienen el privilegio de ofrecérselo a otros en el nombre de Cristo: «Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados» (1 Pedro 4.8).