Un día, estaba llevando a mi hijo a casa desde la escuela, cuando comenzó a nevar. Los copos caían sin parar y con rapidez. Al rato, nos detuvimos, encerrados por el tráfico, y desde nuestro vehículo, observamos una transformación. Pedazos oscuros de terreno se volvían blancos. La nieve suavizaba el duro perfil de los edificios; recubría los autos que nos rodeaban, y se acumulaba en todos los árboles a la vista.
Esa nevada me recordó una verdad espiritual: así como la nieve cubría todo lo que nos rodeaba, la gracia de Dios cubre nuestro pecado. Pero la gracia no solo cubre el pecado, sino que también lo borra. Mediante el profeta Isaías, el Señor apeló a los israelitas, diciendo: «Venid luego […] y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos…» (Isaías 1:18). Cuando Dios hizo esta promesa, sus hijos tenían un doloroso problema con el pecado. El Señor los comparó con un cuerpo físico infectado de «… heridas, moretones, y llagas abiertas, que no les han sido curadas ni vendadas, ni aliviadas con aceite» (v. 6 nvi).
Por más terrible que fuera su pecado, Dios estaba dispuesto a extenderles su gracia. Como hijos suyos hoy, tenemos la misma seguridad. El pecado puede manchar nuestra vida, pero cuando nos arrepentimos y lo confesamos, tenemos «… el perdón de pecados según las riquezas de [la] gracia [de Dios]» (Efesios 1:7).