Hace unos días, vi a mi viejo amigo Roberto pedaleando con fuerza en una bicicleta de un gimnasio del vecindario y mirando concentrado un monitor de presión sanguínea en uno de sus dedos.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—Viendo si estoy vivo —gruñó.
—¿Qué harías si vieras que estás muerto? —le repliqué.
—¡Gritaría aleluya!—respondió con una sonrisa radiante.
Con los años, he percibido destellos de una gran fortaleza interior en mi amigo: una paciente perseverancia frente al desgaste y las molestias físicas, y fe y esperanza mientras se acerca al final de su vida. En realidad, no solo ha hallado esperanza, sino que la muerte ha perdido su poder tiránico sobre él.
¿Quién puede encontrar paz y esperanza, e incluso gozo, frente a la muerte? Solo los que están unidos por la fe al Dios de la eternidad y saben que tienen vida eterna (1 Corintios 15:52, 54). Para aquellos que tienen esta seguridad, como mi amigo Roberto, la muerte ya no produce terror. ¡Pueden hablar con un gozo inmenso de ver a Jesús cara a cara!
¿Por qué temerle a la muerte? ¿Qué razón hay para no regocijarse? Como escribió el poeta John Donne (1572-1631): «Apenas nos quedamos dormidos, despertamos en la eternidad».