Durante un informe televisivo sobre las dificultades de los refugiados desplazados en un país destruido por la guerra, me impactaron las palabras de una niña de diez años. A pesar de tener pocas posibilidades de volver a su casa, mostró un espíritu fuerte al declarar con calma y determinación: «Cuando volvamos, voy a visitar a mis vecinos y a jugar con mis amigos. Mi padre dice que no tenemos una casa, pero yo le dije que la íbamos a reparar».
La tenacidad siempre tiene un lugar en la vida; en especial, cuando está arraigada en nuestra fe en Dios y en el amor a los demás. El libro de Rut comienza con tres mujeres unidas por la tragedia. Después de la muerte del esposo y de los dos hijos de Noemí, ella decidió volver a su casa en Belén e instó a sus nueras viudas a quedarse en su tierra, Moab. Orfa se quedó, pero Rut se comprometió a ir con su suegra: «Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios» (Rut 1:16). Cuando Noemí vio que ella estaba «tan resuelta a ir con ella» (v. 18), empezaron el viaje juntas.
La obstinación tiene sus raíces en el orgullo, pero la entrega brota del amor. Cuando Jesús fue a la cruz, «afirmó su rostro para ir a Jerusalén» (Lucas 9:51). En su determinación a morir por nosotros, encontramos la decisión de vivir para Él.