Un día, mi nieta Katie, de tres años, sorprendió a sus padres con un toque de sabiduría teológica. Les dijo: «Ustedes dos tuvieron hermanas que murieron. Entonces, Dios las llevó al cielo para que estuvieran con Él. ¡Qué Dios tan poderoso!».
El poder ilimitado del Señor es un misterio; sin embargo, es lo suficientemente sencillo como para que un niño lo entienda. En su manera infantil de pensar, Katie sabía que si Dios podía hacer algo tan milagroso, eso significaba que era poderoso. Sin entender todos los detalles, comprendía que el Señor había hecho algo maravilloso al llevar a sus dos tías al cielo.
¿Con cuánta frecuencia nos detenemos en nuestro mundo más sofisticado y nos maravillamos pensando: ¡Qué Dios tan poderoso!? Probablemente, no tanto como deberíamos. No podemos saber cómo hizo Dios para que el cosmos existiera tras ordenarlo con su voz (Job 38–39; Salmo 33:9; Hebreos 11:3) ni cómo lo controla (Nehemías 9:6). Somos incapaces de entender cómo planeó y cumplió la encarnación de Jesús ni cómo hizo que su sacrificio en la cruz bastara para darnos salvación. Pero sí sabemos que estas cosas son ciertas.
El poder de Dios: maravilloso sin medida, y al mismo tiempo, lo suficientemente claro como para que lo entendamos. Este es otro motivo para alabarlo.