Una encuesta hecha por una revista en 2010 contenía algunas estadísticas sorprendentes: el 57% de los gerentes de contrataciones cree que a un candidato sin atractivo (aunque calificado) le cuesta más conseguir un trabajo; el 84% señaló que sus jefes dudarían en contratar a alguien calificado, pero de edad avanzada; y el 64% afirmó que debería permitírseles a las empresas contratar gente según su apariencia. Todos estos son ejemplos claros de un prejuicio inaceptable.
Prejuzgar no es nada nuevo. Ya se había infiltrado en la iglesia primitiva, y Santiago trató el tema en forma directa. Con valor profético y corazón de pastor, escribió: «Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas» (Santiago 2:1). Además, dio un ejemplo de este tipo de prejuicio: favorecer a los ricos e ignorar a los pobres (vv. 2-4). Esto no era coherente con la fe en Jesús sin parcialidad (v. 1), traicionaba la gracia de Dios (vv. 5-7), violaba la ley del amor (v. 8) y era pecado (v. 9). La respuesta ante la acepción de personas es seguir el ejemplo de Jesús: amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos.
Triunfamos sobre el pecado de prejuzgar cuando permitimos que el amor de Dios se exprese plenamente en nuestra manera de amarnos y tratarnos unos a otros.