Es difícil esperar. Esperamos en el supermercado, entre el tránsito, en el consultorio médico. Jugueteamos con los pulgares, apretamos la mandíbula y nos frustramos. En otra esfera, esperamos que llegue una carta, que vuelva un hijo descarriado o que cambie nuestro cónyuge. Esperamos un bebé al cual sostener en brazos. Esperamos que se cumpla un deseo del corazón.
En el Salmo 40, David declara: «Pacientemente esperé al Señor». El lenguaje original aquí sugiere que él «esperaba, esperaba y esperaba» que Dios respondiera su oración. No obstante, al mirar atrás y considerar ese tiempo de demora, alaba al Señor y expresa que Dios «puso […] un cántico nuevo, un canto de alabanza» en su corazón (40:3).
«¡Qué capítulo puede escribirse sobre las demoras de Dios! —escribió F. B. Meyer—. Es el misterio de educar al espíritu humano para que aplique la cualidad más sobresaliente de la que es capaz». Mediante la disciplina de la espera, podemos desarrollar las virtudes más serenas: sumisión, humildad, paciencia, perseverancia gozosa, constancia en hacer el bien… virtudes que exigen la mayor cantidad de tiempo para aprenderlas.
¿Qué hacemos cuando parece que Dios no nos concede el deseo de nuestro corazón? El Señor puede ayudarnos a amarlo y a confiar en Él lo suficiente como para aceptar con gozo las demoras, considerarlas una oportunidad para desarrollar estas virtudes… y alabarlo.