Mientras recorría una exposición en un museo titulada «Un día en Pompeya», me llamó la atención que se repetía permanentemente el tema de que el 24 de agosto del 79 d.C. había empezado como un día común y corriente. La gente realizaba sus actividades habituales en sus casas, en el mercado y en el puerto de esta próspera ciudad romana de 20.000 personas. A las ocho de la mañana, empezaron a verse una serie de emanaciones en el cercano Monte Vesubio, las cuales fueron seguidas durante la tarde por una violenta erupción. En menos de 24 horas, Pompeya y muchos de sus habitantes quedaron sepultados debajo de una espesa capa de ceniza volcánica. Algo totalmente inesperado.

Jesús les dijo a sus discípulos que volvería un día mientras la gente estuviera ocupada en sus tareas, comiendo, casándose, y sin tener la menor idea de lo que estaba a punto de suceder. «Mas como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre» (Mateo 24:37).

El propósito del Señor era instar a sus discípulos a velar y estar preparados: «Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis» (v. 44).

¡Qué sorpresa gozosa sería dar la bienvenida a nuestro Salvador durante este día común y corriente!