Una noche de invierno, el programa anunciaba que el compositor Juan Sebastián Bach interpretaría una obra nueva escrita por él. Llegó a la iglesia pensando que estaría repleta, pero se enteró de que no había ido nadie. Sin dudar un instante, Bach les dijo a sus músicos que harían la presentación tal como habían planeado. Todos se ubicaron en sus lugares, Bach tomó la batuta y, de inmediato, la magnífica música llenó todo el edificio.
Esta historia me hizo reflexionar: ¿escribiría yo si Dios fuera mi único público? ¿En qué cambiarían mis escritos?
A menudo, a los nuevos escritores se les aconseja que visualicen una persona a la cual están escribiéndole, para mantenerse enfocados. Yo lo hago cuando escribo devocionales: trato de mantener en mente a los lectores porque deseo expresar algo que ellos quieran leer y que los ayude en su travesía espiritual.
Dudo que David, el «escritor de devocionales» cuyos salmos leemos en busca de consuelo y aliento, tuviera en mente a los «lectores». Al único al que apuntaba era a Dios.
Ya sea que nuestras «justicias», mencionadas en Mateo 6, sean obras de arte o acciones serviciales, debemos mantenernos enfocados en que son algo entre nosotros y Dios. No importa si los demás las ven o no. Él es nuestro público.