El antiguo adagio es verdad: ¡El tiempo lo es todo! Por eso, me intriga tanto la declaración de Pablo: «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo…» (Gálatas 4:4).
Un rápido vistazo a la historia revela que la venida de Cristo fue en el momento preciso. Siglos antes, Alejandro Magno había conquistado la mayor parte del mundo conocido, e impuso así la cultura y el idioma griegos. Al borde de su deceso, el Imperio Romano continuó con la obra y expandió el territorio, manteniendo la influencia griega. La crucifixión, donde Cristo derramó su sangre por nosotros, tuvo lugar durante el gobierno romano. Y este también dispuso las cosas para que el evangelio se difundiera por los tres continentes: caminos buenos, fronteras territoriales sin restricciones de «pasaportes» y un mismo idioma. La providencia divina había puesto todas las piezas en su lugar para el momento oportuno de enviar a su Hijo.
El tiempo de Dios es perfecto en todo. Mientras esperas y tal vez te preguntas por qué parece que el Señor no actúa a tu favor, recuerda que está obrando entre bambalinas, preparando el momento correcto para intervenir. Él sabe qué hora es.