Hace poco, oí el piar angustiado de un pájaro, que provenía desde el costado de la casa de mi vecino. Descubrí que había un nido lleno de pichones dentro de un conducto de ventilación cubierto por una rejilla, la cual ponía una barrera entre la madre y los polluelos hambrientos que ella trataba de alimentar. Les avisé a mis vecinos, entonces, quitaron la rejilla y trasladaron el nido y los pichones a un lugar seguro para cuidarlos.
Pocas cosas son tan desgarradoras como una barrera al amor. Cristo, el largamente esperado Mesías de Israel, experimentó un obstáculo a su amor cuando su pueblo escogido lo rechazó. Utilizó la imagen de una gallina y de sus polluelos para describir la falta de disposición de los israelitas para recibir ese amor: «¡Jerusalén, Jerusalén […]! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!» (Mateo 23:37).
Nuestro pecado es una barrera que nos separa de Dios (Isaías 59:2). Pero «de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16). Jesús se encargó de derribar la barrera para recibir el amor de Dios expresado mediante su muerte como sacrificio en la cruz y su resurrección (Romanos 5:8-17; 8:11). Ahora anhela que experimentemos ese amor y aceptemos este regalo.