Hace varios años, cuando empecé a trabajar como gerente de recursos humanos de una empresa, asistí al funeral de un empleado de larga data al que nunca había conocido. Los compañeros de trabajo de este albañil lo querían mucho; sin embargo, solo unos pocos fueron a ver a la viuda. Escuché que alguien trataba de consolarla diciendo que muchas personas no se acercan porque tienen miedo de decir o hacer algo que entristezca más a los familiares.
No obstante, en momentos de angustia, las personas casi nunca recuerdan lo que decimos. De lo que más se acuerdan es que estuvimos allí. Los rostros conocidos brindan una fortaleza indescriptible y consuelan frente a los profundos sentimientos de pérdida que uno experimenta. Este «regalo de la presencia» es algo que todos somos capaces de ofrecer, aunque no sepamos qué decir o nos sintamos incómodos.
Marta y María estaban rodeadas de amigos y dolientes que las consolaban cuando murió su hermano Lázaro (Juan 11:19). Más tarde, Aquel a quien más deseaban ver, Jesús, llegó y lloró con ellas (vv. 33-35). La gente exclamó: «Mirad cómo le amaba» (v. 36).
Ante cualquier clase de pérdida, Cristo siempre nos consuela con su presencia, y nosotros podemos compartir en gran medida su compasión mediante el simple regalo de acompañar con nuestra presencia a los que sufren.