Hace poco, empecé a estudiar los reyes del Antiguo Testamento con unos amigos. En el gráfico que estábamos usando, observé que a algunos de los líderes de los reinos de Israel y de Judá se los catalogaba de buenos, pero que la mayoría se describían como malos, muy malos, extremadamente malos y de lo peor.
Al rey David se lo describe como un rey bueno que «anduvo en pos de [Dios] con todo su corazón» (1 Reyes 14:8), y un ejemplo a seguir (3:14; 11:38). Los reyes malos se destacan por haber rechazado intencionalmente a Dios y guiado a sus súbditos a la idolatría. El legado del rey Jeroboam, el primero que gobernó sobre Israel después de la división del reino, fue ser recordado como el peor de los monarcas: «el cual pecó, y ha hecho pecar a Israel» (14:16). Debido a su mal ejemplo, muchos de los que gobernaron posteriormente son comparados con él y se los describe con sus mismas características de maldad (16:2, 19, 26, 31; 22:52).
Cada uno de nosotros influye sobre su entorno de una manera particular, y dicha influencia puede ser utilizada para bien o para mal. La fidelidad a Dios sin restricciones es una luz que brillará intensamente y dejará un legado de bien.
Tenemos el privilegio de hacer que el Señor sea glorificado. Quiera Dios que otros vean su luz brillando a través de nosotros y que sean llevados a disfrutar de su bondad.