El lugar donde vivo me da el privilegio de disfrutar de muestras espectaculares de la magnífica y creativa gloria de Dios. Hace poco, conducía por el bosque y quedé sin aliento ante los intensos rojos y los variados amarillos que decoraban los árboles otoñales, artísticamente distribuidos y con un resplandeciente cielo azul de fondo.
Dentro de poco, el rápido descenso de temperatura y los fuertes vientos me recordarán que no hay dos copos de nieve iguales mientras se apilan creando un panorama de cúmulos ondulantes de un blanco inmaculado. Más tarde, llegará el milagro de la primavera, cuando lo aparentemente muerto vuelve a la vida con brotes y pimpollos que pintan las praderas con múltiples colores.
Dondequiera que miremos, el mundo evidencia que «toda la tierra está llena de su gloria» (Isaías 6:3). Lo asombroso es que la creación que nos rodea está dañada por el pecado (Romanos 8:18-22), y aun así, a Dios le ha complacido embellecer nuestro panorama caído con estas adorables pinceladas de su mano creadora. Esto actúa como un recordatorio diario de que la belleza de su gracia cubre nuestro pecado y que su amor por lo caído está siempre a nuestra disposición.