Durante años, enseñé en un grupo de estudio bíblico para adultos en una iglesia local, y analizaba detenidamente las Escrituras antes de responder preguntas en las clases. Más tarde, con 40 años y durante una disertación en mi primer semestre en el seminario, descubrí que había respondido terriblemente mal la pregunta apesadumbrada de una mujer que había asistido a mis clases. Estaba seguro de que mi respuesta la había angustiado desde aquel momento, hacía dos años, y estaba ansioso por retractarme.
Corrí a casa, la llamé y, al instante, estallé en disculpas. Después de una larga pausa, me dijo con tono perplejo: «Lo siento, pero no logro darme cuenta de quién es usted». ¡Yo no había sido ni tan memorable ni tan perjudicial como pensaba! Entonces, comprendí que Dios sigue protegiendo la verdad de su Palabra a medida que vamos creciendo en el conocimiento de ella. Estoy agradecido de que Él haya protegido el corazón de aquella mujer.
Somos humanos y, a veces, cometeremos errores al compartir la Palabra de Dios con los demás. Pero tenemos la obligación de buscar diligentemente su verdad y tener cuidado al hablar de ella (2 Timoteo 2:15). Entonces, podremos proclamar con denuedo su nombre y orar para que su Espíritu no solo proteja nuestro corazón, sino también el de aquellos a quienes procuramos servir. Dios y su Palabra merecen el mayor cuidado.