Cuando nació nuestro primer hijo, mi esposa Marlene estuvo en trabajo de parto durante más de 30 horas, lo cual les generó un estrés tremendo a ella y al bebé. El doctor, que reemplazaba a su médico habitual, no estaba familiarizado ni con ella ni con el embarazo. Por eso, esperó demasiado para hacer una cesárea de emergencia, y el trauma resultante hizo que mi hijo quedara internado en la unidad neonatal de cuidados intensivos. No se podía hacer nada para ayudar a nuestro bebé a superar su estado innecesariamente provocado.
Por la gracia de Dios, Mateo se recuperó… pero no recuerdo otro momento de mi vida tan aterrador como aquel, cuando me paré junto a su cuna en la unidad de terapia intensiva. No obstante, sabía que el Señor estaba cerca mientras hablaba con Él en oración.
En los momentos aterradores de la vida (y en todos los otros también), nada puede brindar mayor consuelo a un corazón angustiado que la realidad de la presencia y el cuidado del Señor. El salmista David escribió: «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento» (Salmo 23:4).
Cuando el miedo nos abruma, el Señor está con nosotros. Su presencia consoladora nos ayudará a atravesar las pruebas más tremendas.