Cuando pastoreaba una pequeña iglesia, enfrentamos una crisis tremenda: si no terminábamos los arreglos necesarios para que el edificio cumpliera con los requisitos de seguridad, perderíamos el lugar donde nos congregábamos. Siguió un período desesperado de recolección de fondos para solventar esas ampliaciones, pero entre todo el dinero ofrendado, hubo un caso que captó la atención de los líderes.
Una anciana, miembro de la congregación, donó varios cientos de dólares para el proyecto… dinero que sabíamos que no podía gastar. Le agradecimos por la ofrenda, pero quisimos devolvérsela, ya que sentíamos que su necesidad era mayor que la de la iglesia. Sin embargo, se negó a recibirla. Durante años, había estado ahorrando para comprar una cocina, y mientras tanto, cocinaba sobre un hornillo. Aun así, insistió diciendo que necesitaba más un lugar para adorar con la familia de la iglesia que esa cocina. Su generosa ofrenda nos sorprendió.
Cuando nuestro Señor observó que una viuda ponía dos blancas (las monedas de menor valor) en la ofrenda para el templo, la alabó por su generosidad (Lucas 21:3-4). ¿Por qué? No fue por la cantidad, sino porque donó todo lo que tenía. Es la clase de ofrenda que, además de honrar a Dios, nos hace evocar al don más generoso que nos fue dado: Cristo.