Mi primo Ken luchó valientemente contra el cáncer durante cuatro años. En sus últimos días, su esposa, tres hijos y varios nietos entraban y salían de la habitación, pasaban tiempo con él y compartían despedidas especiales. En un momento, cuando no había nadie en la habitación, pasó a la eternidad. Cuando la familia se dio cuenta de que había partido, una nieta pequeña dijo dulcemente: «El abuelo se esfumó». En un instante, el Señor estaba con Ken aquí en la Tierra; al momento siguiente, el espíritu de Ken estaba con el Señor en el cielo.
El Salmo 16 era el preferido de mi primo, y había pedido que lo leyeran en su funeral. Coincidía con el salmista David en que no hay tesoro más valioso que tener una relación personal con Dios (vv. 2, 5). Con el Señor como refugio, David también sabía que la tumba no les roba la vida a los creyentes. Declaró: «Porque no dejarás mi alma en el Seol…» (v. 10). Ni Ken ni nadie que haya aceptado a Cristo como Salvador serán abandonados al morir.
Por la muerte y la resurrección de Cristo, nosotros también resucitaremos un día (Hechos 2:25-28; 1 Corintios 15:20-22). Además, descubriremos que «en [la] presencia [de Dios] hay plenitud de gozo» (Salmo 16:11).