Con apenas mirar el cielo nocturno nos maravillamos de la obra asombrosa de Dios. La inmensidad de las galaxias y la nebulosa de nuestra Vía Láctea nos recuerdan la creación espectacular y la obra sustentadora de Jesús, el cual mantiene todo en su lugar (Colosenses 1:16-17). Es como si tuviéramos un asiento en la primera fila en el teatro del poder creador de Dios.
Pero este espectáculo nocturno no es nada comparado con la gloria que manifestó Dios cuando envió a su Hijo al mundo. Mientras los pastores vigilaban sus rebaños, el cielo se llenó repentinamente de mensajeros angelicales que alababan a Dios y exclamaban: «¡Gloria a Dios en las alturas…! (Lucas 2:14). Hasta unos magos de un país lejano fueron y adoraron al Rey, cuando Dios puso la estrella más brillante en el Oriente, la cual los guió hasta Belén.
Si bien «los cielos cuentan la gloria de Dios» en las noches (Salmo 19:1), nunca antes ni después el escenario del universo se iluminó con su gloria como cuando se anunció que su Creador nos amaba tanto que venía a este planeta para salvarnos del pecado. ¡Tengamos esto en mente la próxima vez que contemplemos maravillados las estrellas!