Del otro lado de la calle, vi que un automóvil vacilaba cuando el semáforo se puso en verde. Entonces, de repente, una voz empezó a gritar: «¡Avanza! ¡Avanza! ¡Vamos, avanza!». El conductor pareció asustarse con los gritos, sin saber bien de dónde provenían. Entonces, lo vi… ¡el coche que estaba atrás tenía un altavoz que le permitía al chofer gritarles a los demás! Finalmente, el otro conductor recobró la calma y avanzó. Quedé pasmado ante la rudeza y la impaciencia de aquel hombre airado.
A veces, las personas piensan que Dios es así: irritable, impaciente y listo para gritar a través de algún megáfono divino. Temen que esté espiándolos, preparado para castigar cualquier paso en falso.
En realidad, el proceder de Dios con sus hijos, aunque nosotros nos equivoquemos, brota de su paciente amor. El apóstol Pablo quería que los tesalonicenses entendieran esto, y oró: «Y el Señor encamine vuestros corazones al amor de Dios, y a la paciencia de Cristo» (2 Tesalonicenses 3:5).
Dios obra en nuestra vida y cumplirá sus propósitos. Habrá ocasiones en que reprenda a sus hijos con amor y los discipline, pero no nos gritará con impaciencia.