«Cuando veo tus cielos», escribió el salmista, «digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria…?» (Salmo 8:3-4). El Antiguo Testamento gira alrededor de esta pregunta. Mientras trabajaban arduamente en Egipto, a los esclavos hebreos les resultaba difícil creer que Dios se ocuparía de ellos, como afirmaba Moisés. El escritor de Eclesiastés formuló la pregunta de un modo más cínico: ¿Hay algo que realmente importe?
Estaba preguntándome lo mismo cuando me invitaron a hablar en una conferencia sobre el tema: «… En las palmas de las manos te tengo esculpida» (Isaías 49:16).
Dios le hizo esta conmovedora declaración a una nación que atravesaba el peor momento de su historia, cuando Isaías profetizó que la llevarían cautiva a Babilonia. Al oír esto, el pueblo se lamentó: «Me dejó el Señor, […] se olvidó de mí» (Isaías 49:14). Frente a este lamento, Dios hizo una serie de promesas (los cánticos del Siervo, Isaías 42–53), con lo cual abrió un marco de esperanza para la liberación frente a los hostiles enemigos. Predijo la encarnación y la muerte del Siervo como sacrificio.
¿Le importamos a Dios? La Navidad evoca la respuesta del Señor: «He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel» (7:14).