La historia de Elizabet era, cuanto menos, conmovedora. Después de una experiencia terriblemente humillante, tomó un autobús para irse de la ciudad y huir de la vergüenza. Llorando desconsoladamente, casi ni se dio cuenta de que el autobús había parado en el camino. Un pasajero que iba sentado detrás de ella, totalmente desconocido, estaba a punto de bajar, pero, de repente, se detuvo, se dio la vuelta y caminó hacia donde estaba Elizabet. Vio que lloraba, le dio su Biblia y le dijo que creía que la necesitaba. Tenía razón. Pero ella no solo necesitaba la Biblia, sino también al Cristo de quien ese libro hablaba. Elizabet recibió al Señor por este sencillo acto compasivo de un extraño que le regaló algo.
Jesús es nuestro ejemplo de compasión. En Mateo 9, leemos: «Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor» (v. 36). Nuestro Señor no solo observó la angustia y el dolor de los quebrantados, sino que también respondió ante tal situación desafiando a sus seguidores a orar al Padre para que envíe obreros que hagan algo frente a las angustias y las necesidades de este mundo perdido (v. 38).
Como seguidores del ejemplo de Cristo, un corazón que se compadece de quienes vagan sin rumbo puede impulsarnos a marcar una diferencia en la vida de los demás.