Cuando era joven, pensaba que vivir en la casa de mis padres era sumamente difícil. Al mirar atrás, me hace gracia darme cuenta de cuán ridículas eran mis quejas. Mis padres nunca me cobraron un centavo por vivir con ellos. El único «precio» era la obediencia. Simplemente, tenía que obedecer las reglas, como ser ordenada, amable, decir la verdad e ir a la iglesia. Nada de eso era difícil, pero, aun así, me costaba hacer caso. No obstante, mis padres no me echaron de casa cuando desobedecía, sino que siguieron recordándome que todo eso era para protegerme, no para perjudicarme. Incluso, a veces me imponían reglas más estrictas para protegerme de mí misma.
El precio de vivir en la tierra prometida era el mismo: obedecer. En su último discurso a la nación, Moisés les recordó a los israelitas que las bendiciones que Dios quería concederles dependían de su obediencia (Deuteronomio 30:16). Anteriormente, les había dicho que la obediencia determinaría que les fuera bien en la vida: «Ten cuidado de obedecer […], para que siempre te vaya bien…» (12:28).
Algunas personas piensan que la Biblia tiene demasiadas reglas. Ojalá pudieran darse cuenta de que los mandatos de Dios son para nuestro beneficio; nos permiten vivir en paz unos con otros. La obediencia es, sencillamente, el «precio» de formar parte de la familia de Dios en este glorioso planeta que Él creó y al que nos permite llamar hogar.