Mi primera visión de la tierra prometida desde los montes de Moab fue decepcionante. «¿Ha cambiado mucho desde que los israelitas estuvieron aquí?», le pregunté a la guía mientras mirábamos hacia Jericó. Esperaba que el contraste fuera notorio en comparación con el lado oriental del Jordán. «No —respondió—. Se ha mantenido igual durante miles de años».
Así que, reformulé la pregunta: «¿Qué vieron los israelitas cuando llegaron aquí?». «El mayor oasis de toda la superficie de la tierra», contestó ella.
Entonces, comprendí. Yo había atravesado el estéril desierto en un autobús de lujo, con aire acondicionado y botellas de agua helada. Para mí, un oasis no era nada espectacular. Los israelitas habían pasado años vagando por un desierto seco y caluroso. Para ellos, el extenso e irregular terreno de color verde pálido en la brumosa lejanía era sinónimo de agua fresca y vivificadora. Ellos estaban muertos de sed; yo, fresquito. Ellos estaban exhaustos; yo, descansado. A ellos les había llevado 40 años llegar allí; a mí, 4 horas.
Al igual que un oasis, la bondad de Dios se encuentra en los sitios áridos y difíciles. Me pregunto: ¿cuántas veces no alcanzamos a percibir su bondad porque nuestros sentidos espirituales han sido adormecidos por las comodidades? A veces, las dádivas del Señor se ven con más claridad cuando estamos cansados y sedientos. Quiera Dios que siempre tengamos sed de Él (Salmo 143:6).