Una de mis luchas más grandes es orar y no ver la respuesta. Quizá te identifiques conmigo. Le pides a Dios que rescate a un amigo de una adicción, que le conceda la salvación a un ser amado, que sane a un niño enfermo, que restablezca una relación rota. Uno piensa que todas estas cosas deben ser la voluntad de Dios. Oras durante años… pero no oyes que el Señor te responda ni tampoco ves resultados.
Le recuerdas al Señor que Él es poderoso, que tu petición es algo bueno. Ruegas. Esperas. Piensas que quizá no te escucha o que, después de todo, no es tan poderoso. Dejas de orar; incluso, durante días o meses. Te sientes culpable por dudar. Recuerdas que Dios quiere que le presentes todas tus necesidades; entonces, vuelves a pedirle.
A veces, tal vez nos sintamos como la viuda insistente de la parábola de Jesús que está registrada en Lucas 18. Ella seguía acudiendo al juez, molestándolo y tratando de agotarlo para que cediera. Pero nosotros sabemos que Dios es más bondadoso y poderoso que el juez de esa parábola. Confiamos en Él porque es bueno, sabio y soberano. Recordamos que Jesús dijo que debemos «orar siempre, y no desmayar» (v. 1).
Por eso, le pedimos: «Despliega tu poder, oh Dios; haz gala, oh Dios, de tu poder, que has manifestado en favor nuestro» (Salmo 68:28 nvi). Entonces, confiamos en Él… y esperamos.