Mi esposa y yo visitamos una iglesia donde había un programa especial de música; por eso, llegamos temprano para conseguir una buena ubicación. Antes de que empezara, escuchamos a dos miembros de la congregación que se quejaban de la iglesia. Criticaban al equipo de pastores, el liderazgo, la música, las prioridades del ministerio y varias cosas más que les desagradaban. No se daban cuenta de que había dos personas de visita o no les importaba que los oyéramos.
Se me ocurrió que esa desafortunada conversación podría habernos ahuyentado si hubiésemos estado buscando una nueva iglesia adonde asistir. Peor aún, ¿qué habría pasado si nosotros hubiéramos estado buscando a Dios y sus opiniones críticas nos hubiesen alejado de allí? Su charla imprudente no era solo cuestión de las palabras que usaban o las actitudes que exhibían, sino que también demostraba desinterés por el impacto negativo que la conversación podía tener sobre las demás personas.
Un mejor enfoque sobre cómo usar las palabras se refleja en Proverbios 17:27, donde Salomón dijo: «El que ahorra sus palabras tiene sabiduría; de espíritu prudente es el hombre entendido». En la mayoría de los casos, sería mejor que no dijéramos todo lo que pensamos o sabemos (o pensamos que sabemos), y que, en cambio, procuráramos emplear lo que hablamos para promover la tranquilidad y la paz. Nunca se sabe quién podría estar escuchando.