Cuando era niña, mis tíos me llevaron al Lago Michigan. Mientras algunos de mis primos se atrevían a internarse más allá del rompiente de las olas, yo jugaba cerca de la orilla. Entonces, mi tío Norm me preguntó: «¿Sabes nadar?». «No», confesé. «No te preocupes —dijo él—, yo te llevaré hasta allí». «Pero es muy profundo», protesté. «Solo aférrate a mí —me aseguró—; ¿confías en mí?» Así que, lo tomé de la mano y empezamos a caminar hacia el interior del lago.
Cuando mis pies ya no pudieron tocar más el fondo, el tío Norm me levantó en sus brazos y me aseguró: «Yo te tengo. Yo te tengo». Al rato, dijo finalmente: «Está bien, baja los pies. Aquí puedes pararte». Yo tenía miedo porque pensaba que todavía estábamos en un lugar profundo, pero confié en él y, felizmente, descubrí que estaba de pie sobre un banco de arena.
¿Alguna vez estuviste tan desesperado que te parecía que estabas hundiéndote en el agua profunda? Las dificultades de la vida pueden ser agobiantes. Dios no promete que escaparemos de los mares turbulentos de la vida, pero sí que no nos desamparará ni nos abandonará (Hebreos 13:5).
Podemos confiar en que nuestro fiel Señor está presente en todas nuestras luchas. «Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán» (Isaías 43:2).