La vida es una empresa riesgosa. A veces, volamos alto mientras disfrutamos de grandes éxitos. Pero, de pronto, caemos en profundas desilusiones y en la inquietante realidad del fracaso que hacen que nos preguntemos interiormente si hay algo que valga la pena anhelar.
Hace poco, en un funeral, el pastor contó la historia de un trapecista. El artista reconoció que, aunque a él lo consideran la estrella del espectáculo, el verdadero astro es el recogedor: el compañero de equipo que cuelga de otra barra del trapecio para atraparlo y asegurarse de sostenerlo sin que se caiga. Explicó que la clave es la confianza. Con los brazos extendidos, el volador debe confiar en que el recogedor esté preparado y que pueda sujetarlo. Morir es algo así como confiar en Dios como el recogedor. Después de haber volado por la vida, podemos aguardar con ansias que el Señor extienda sus brazos para recoger a sus seguidores, para acercarnos hacia Él para siempre. Me gusta esta idea.
Me recuerda las consoladoras palabra de Jesús a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón; […] voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y […] vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:1-3).
La vida es indudablemente un asunto arriesgado, pero ¡arriba ese ánimo! Si has puesto tu fe en Jesucristo, el Recogedor celestial está esperando al otro lado para llevarte a salvo a casa.