Cuando mi esposo Jay y yo decidimos construir una casa nueva, no reclutamos amigos y familiares a quienes les gustaba trabajar con herramientas eléctricas y mecánicas, sino que contratamos a un constructor capacitado para que creara algo funcional y, a su vez, hermoso.
Sin embargo, la belleza en los edificios de las iglesias no siempre es una prioridad. Algunos la asocian con la falta de practicidad y, por eso, todo lo ornamental o decorativo se considera un desperdicio. Pero esta no fue la actitud de Dios cuando estableció un lugar de adoración para los antiguos israelitas. No reclutó a cualquiera para levantar una tienda común y corriente, sino que designó a los talentosos artesanos Bezaleel y Aholiab (Éxodo 36:1) para decorar el tabernáculo con cortinas delicadamente tejidas y ornamentos elaboradamente diseñados (37:17-20).
Pienso que la belleza era importante en aquel entonces porque le recordaba al pueblo que Dios era digno de su adoración. Durante los secos y polvorientos días de la peregrinación en el desierto, necesitaban algo que les recordara la majestad del Señor.
La belleza que el pueblo de Dios crea hoy en entornos de adoración puede servir al mismo propósito. Le ofrecemos al Señor nuestros mejores talentos porque Él es digno. La belleza también nos ofrece un atisbo del cielo y despierta nuestro apetito por lo que Dios está preparando para nuestro futuro.