Cuando enseño, a veces uso la expresión «cuestionar la autoridad», para captar la atención de mis alumnos. No estoy invitándolos a desafiar mi autoridad, sino que los insto a hacerme preguntas. Algunos expertos en educación dicen que se aprende más cuando los maestros contestan preguntas que cuando imparten información. Por naturaleza, todos damos mayor prioridad a lo que queremos saber que a lo que alguien quiere decirnos.
Desde luego, ambos tipos de enseñanza son aceptables, pero la inducción a formular preguntas es uno de los primeros métodos que aparece en las Escrituras. Incluso antes de que los israelitas salieran de Egipto, el Señor le indicó a Moisés que instituyera una práctica que despertaría interrogantes. La celebración de la Pascua tenía dos propósitos: les recordaría a los adultos la liberación provista por Dios e induciría a los hijos a preguntar sobre el tema (Éxodo 12:26).
«Por qué» quizá sea una pregunta molesta, pero también puede ser una maravillosa oportunidad de dar una razón de nuestra fe (1 Pedro 3:15). En vez de volvernos impacientes cuando los demás hacen preguntas, podemos dar gracias de que tengan una mente y un corazón dispuestos a aprender. Las preguntas nos dan la oportunidad de responder con amor y prudencia, al saber que nuestras palabras pueden tener consecuencias eternas.