Joel y Laura decidieron mudarse del estado de Washington y regresar a su lugar de origen en Michigan. Para llevarse un último recuerdo especial, compraron café en su cafetería favorita y se detuvieron en su librería predilecta. Allí compraron dos adhesivos para poner en el parachoques del automóvil, que tenían la frase favorita de la ciudad de la que se despedían: «Nada como un día en Edmonds».
Después de dos semanas y de 4.800 kilómetros de viaje, llegaron a Michigan. Con hambre y deseosos de celebrar la llegada, se detuvieron y preguntaron dónde había un restaurante. Aunque tuvieron que retroceder algunos kilómetros, encontraron una pintoresca cafetería. Ema, la camarera, emocionada al saber que venían del estado donde ella había nacido, preguntó: «¿De qué ciudad?». «De Edmonds», contestaron ellos. «¡Yo soy de ahí!», exclamó la joven. Joel quiso compartir la alegría con ella, entonces, sacó uno de los dos adhesivos que tenía y se lo dio. Asombrosamente, ¡era de la tienda de la madre de la muchacha! Había pasado de las manos de su mamá a la de ellos, y, después de 4.800 kilómetros, a las de ella.
¿Una mera casualidad? ¿O esas experiencias fueron buenas dádivas preparadas por un Dios bondadoso a quien le encanta alentar a sus criaturas? Proverbios nos dice: «Por el Señor son ordenados los pasos del hombre» (20:24 lbla). En respuesta a esto, bendigamos «su nombre; porque el Señor es bueno» (Salmo 100:4-5).