En el Museo Internacional de la Esclavitud, en Liverpool, Inglaterra, se recuerda la devastación de generaciones de hombres, mujeres y niños. El precio que personas inocentes pagaron por la codicia de otros es horroroso… pero no solo ellos han pagado por lo sucedido. En la pared del museo, aparece grabada una profunda observación de Frederick Douglass, ex esclavo y defensor de los derechos humanos, que dice: «Ningún hombre puede encadenar el tobillo de otro ser humano sin, a la larga, descubrir que el otro extremo de la cadena está sujeto a su propio cuello». En toda acción deshumanizante, nos deshumanizamos a nosotros mismo.
El apóstol Pablo lo expresó de otro modo al escribir: «No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará» (Gálatas 6:7). Estas palabras constituyen un enérgico recordatorio de que nuestras acciones tienen consecuencias; entre ellas, cómo tratamos a los demás. Cuando preferimos odiar, ese odio puede retornar a nosotros haciendo que experimentemos situaciones para las que nunca estamos totalmente preparados. Quizá lleguemos a aislarnos de los demás, enojarnos con nosotros mismos y anular nuestra capacidad para servir a Dios con eficacia.
Antes de que esto suceda, decidamos «no [cansarnos], pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos […]. Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos…» (vv. 9-10).