Una noche, mientras regresábamos a casa después de una fiesta de Navidad, mi familia y yo nos acercábamos a una pequeña iglesia rural ubicada en medio de destellantes bancos de nieve. Desde lejos, podía ver el cartel con motivos navideños. Una hilera de luces blancas formaba con letras mayúsculas la palabra ESPERANZA. Ver ese letrero brillando en la oscuridad me hizo recordar que Jesús es y siempre será la esperanza de la humanidad.
Antes de que Jesús naciera, la gente anhelaba que llegara el Mesías; Aquel que cargaría con el pecado del hombre e intercedería ante Dios a su favor (Isaías 53:12). Se esperaba que el Ungido llegara a través de una virgen que daría a luz un hijo en Belén y que lo llamaría Emanuel, «Dios con nosotros» (7:14). La noche cuando nació Jesús, la esperanza de la gente se hizo realidad (Lucas 2:1-14).
Aunque ya no esperamos que Jesús venga con forma de niño, Él sigue siendo la fuente de nuestra esperanza. Aguardamos con ansia Su segunda venida (Mateo 24:30), anticipamos el hogar celestial que está preparando para nosotros (Juan 14:2) y soñamos con vivir con Él en Su ciudad celestial (1 Tesalonicenses 4:16). Como creyentes, podemos anhelar que llegue ese día futuro, porque el bebé del pesebre era, y sigue siendo, «Jesucristo, nuestra esperanza» (1 Timoteo 1:1).