Caminaba por el metro en Minsk, Bielorrusia, con mi amiga Yuliya y su hija Anastasia, cuando, de pronto, me caí de cara contra el sucio piso de cemento. No recuerdo la caída, pero sí tengo presente que repentinamente tenía la boca llena de arena, grava y polvo. ¡Puaj! ¡No me daba el tiempo para sacarme todo eso de la boca!
No me gustó nada lo que entró en mi boca en aquella embarazosa situación; sin embargo, las Escrituras enseñan que es más importante cuidarse de lo que sale de ella. Cuando el escritor de Proverbios 15 dijo que «la boca de los necios hablará sandeces» (v. 2), la palabra traducida hablará significa literalmente «explotará con». Las acusaciones precipitadas, las palabras airadas y el abuso verbal pueden causar daños incalculables y para toda la vida. El apóstol Pablo habló de esto sin rodeos, al decir: «Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca…» (Efesios 4:29); es decir, palabrotas. También agregó que «desechando la mentira», debemos hablar la «verdad» (v. 25); o sea, no mentir. Y después expresó: «Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia…» (v. 31); es decir, no ser destructivos. Lo que salga de nuestra boca debe ser sano y edificante.
Nos cuidamos mucho de lo que ingresa en nuestra boca, y está bien que así sea. Para honrar a Dios, también debemos controlar minuciosamente las palabras que salen de ella.