Tarde o temprano, todos sentimos los efectos dolorosos del pecado. A veces, es el peso de nuestro pecado y la vergüenza de haber fallado miserablemente. En otras ocasiones, lo que nos aplasta es el peso del pecado de otra persona; de alguien que nos traicionó, engañó, abandonó, ridiculizó, estafó o se burló de nosotros.

Piensa en alguna ocasión cuando el peso de esa culpa o angustia fue tan tremendo que no podías ni levantarte de la cama. Ahora trata de imaginar la gravitación de la suma de tristezas que el pecado de cada persona ha causado en tu familia, tu iglesia y tu vecindario. Súmale a eso todo el sufrimiento que ha provocado en tu ciudad, estado, nación y en el mundo. Ahora intenta hacerte una idea de la cantidad de dolor que toda esa maldad ha generado a través de los siglos, desde la creación.

¿Es extraño que el peso de todo ese pecado comenzara a absorberle la vida a Jesús aquella noche en que fue llamado a soportarlo? (Mateo 26:36-44). Al día siguiente, aun Su amado Padre lo abandonaría. Ningún otro sufrimiento puede compararse con esto.

El pecado puso a Jesús a prueba hasta lo sumo. Pero Su amor lo soportó, Su fuerza lo cargó y Su poder lo derrotó. Gracias a la muerte y la resurrección de Cristo, sabemos con toda seguridad que el pecado no triunfará y que tampoco puede hacerlo.