Si alguna vez hubo un momento que demandara un milagro,
éste era. Las multitudes gritaban y lo pedían. En medio de
los gritos y maldiciones, los dos ladrones a cada lado de
Jesús también lo demandan. Por encima de todo, pareciera que el
sentido común lo demanda.

«¡Ahora es cuando! ¡Ahora es el momento de mostrarles Tu
poder milagroso!»
Mientras Jesús soporta la horrorosa experiencia de la
crucifixión, mientras se esfuerza por levantarse sobre el clavo que
ha sido penetrado a través de sus tobillos para lograr un respiro
entrecortado sólo para volver a caer sobre los clavos en sus
muñecas, la gente se burla y pide un milagro en el que no
creerían incluso si Jesús estuviese dispuesto a hacerlo. No se da
cuenta, y tal vez nosotros tampoco nos damos cuenta, que —tal y
como lo dijo Frederick Buechner— ¡el milagro de la cruz fue que
no hubo milagro alguno!

«Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2:8).
Detrás de esa cruz está el más grande de todos los milagros, y
en este momento está totalmente oculto. Colgado allí, parece que
Jesús ha sido vaciado de cada gota de Su poder milagroso. Tan
sólo Él realiza un milagro no milagroso más; cuando la copa del
sufrimiento se ha agotado completamente, Él entrega Su espíritu.

En el transcurso de su malentendida vida, éste es el momento
en el que se le malinterpreta más. La multitud sigue gritando por
milagros. Pero Él no vino para darles milagros — vino para darse a
Sí mismo. Y eso es lo que precisamente está haciendo en la cruz.
Jesús de Nazaret fue uno de los cientos de miles de hombres
que murieron en una cruz romana. Haber estado delante de la
cruz como uno de Sus discípulos y presenciar Su muerte
habría significado conocer con absoluta certeza que no había
sido todo en vano. Ésa es la razón por la que llamamos a ese
viernes «santo.»

La cruz nos revela que el más grande de los milagros de Jesús
fue Su negativa en ese momento a realizar milagro alguno. —MC