Amenudo hay otro milagro Escondido detrás de los milagros
no milagrosos de Jesús. Detrás de la alimentación de los
cinco mil estuvo el milagro de la perfecta provisión. Detrás
del milagro de la resurrección de Lázaro estuvo el milagro
escondido de las lágrimas de Jesús.
La curación del siervo del centurión en Lucas 7 representa
también otro ejemplo de esta idea. Es uno de los milagros «a larga
distancia» de Jesús. ¿Qué podía ser menos milagroso que ni
siquiera estar presente cuando ocurriera el milagro?
El centurión, cuyo nombre no se menciona, era parte de un
grupo conocido como los «temerosos de Dios.» Esto es, se trataba
de un gentil que adoraba al Dios de Israel, pero que no estaba
dispuesto a llegar a ser todo un prosélito sometiéndose a la
circuncisión. Esto explica su generosidad hacia la comunidad
judía, y también el por qué los ancianos vinieron en su nombre,
pidiéndole a Jesús que sanara al siervo.

Jesús no duda ni por un momento, sino que sigue a los
líderes judíos en dirección del hogar del soldado. Pero el
centurión, sensible al hecho de que ningún judío podía entrar en
el hogar de un «gentil impuro,» le envía un mensaje a Jesús. Él
reconoce que no es digno de una visita de parte del rabino de
Nazaret. Él es un soldado, familiarizado con los antiguos horrores
de la guerra. Como soldado romano, estaba preparado para caer
sobre su propia espada a la orden de su oficial superior. Entiende
lo que es la autoridad, y reconoce que Jesús posee una vasta
autoridad.

Jesús no pronuncia palabra de sanidad alguna. Tan sólo se
maravilla ante la fe del gentil temeroso de Dios. Sin estar presente
en el hogar que «no era digno» de recibirlo, y —sin una palabra—
Jesús sana al siervo.
Detrás del milagro no milagroso de la curación silenciosa y a
larga distancia se encuentra otro milagro — lo suficientemente
milagroso como para asombrar incluso a Jesús mismo. Escondida
dentro de la historia está el milagro de la fe del centurión. —MC