Era una fría mañana de diciembre. Vestido con una túnica de
ejecución blanca, lo llevaron a la pared del patio de la
prisión junto con los demás. Con los ojos vendados, esperó
por el último sonido que escucharía: el disparo de una pistola
haciendo eco por encima de las paredes de la prisión. En vez de
ello, escuchó pasos apresurados, y luego el anuncio de que el zar
había conmutado su sentencia a diez años de trabajos forzados.
Tan intenso fue ese momento que el condenado sufrió un
ataque de epilepsia — una enfermedad que lo aquejaría por el
resto de su vida.
Fiódor Dostoievski fue enviado a prisión, donde sólo tuvo un
Nuevo Testamento para leer. En él, descubrió algo más persuasivo
que sus ideas socialistas. Conoció a Jesús, y su corazón cambió.
Luego de dejar la prisión, le escribió a un amigo de que el Señor
significaba tanto para él que si descubriera que Jesús no era real,
él preferiría tener a Jesús que a la verdad.
Dostoievski regresó a la vida civil. Escribió febrilmente y
produjo sus novelas La Casa de los Muertos y Crimen y Castigo,
seguidos de sus memorias personas y muchas otras obras.
El doloroso final de esta historia es que nunca creció como
un creyente en Jesús. Su asistencia a la iglesia fue esporádica.
Descuidó el estudio de la Biblia y la comunión con otros
creyentes. Comenzó a beber en demasía, y los juegos de azar lo
dejaban sin un centavo. Había dejado la cárcel con el corazón
ardiendo por Jesús, pero murió con nada más que ascuas
humeantes.
Como escritor, Dostoievski dejó un legado que lo coloca
entre los grandes de la literature. Uno se pregunta qué impacto
podría haber tenido su vida si se hubiese mantenido fiel a Dios.
En palabras del poeta John Greenleaf Whittier, «De todas las
tristes palabras habladas o escritas, las más tristes son: ‘¡Podría
haber sido!’.»
Seguir en el camino en pos de Jesús en las buenas y en las
malas es la única manera de terminar la vida y enfrentar la
eternidad con pocas cosas que lamentar. —JS